Escuela Nº 83 Carlos Guido y Spano (2)

Los otoños y los inviernos de aquellos años eran diferentes a los actuales (en realidad, todas las estaciones del año lo eran).
Apenas comenzado marzo ya se empezaba a hacer notar el fresco por las mañanas y a la noche. Cuando las clases empezaban (generalmente en la primera semana del mes) ya había que ir con algún abrigo liviano. Las hojas de los árboles caían con puntualidad en las proximidades del 21 de marzo y la garúa persistente era una de las características de esa época solían durar hasta dos semanas consecutivas.
Ya más avanzado el otoño empezaban las heladas matinales. El pasto de las veredas se volvía completamente blanco y los charcos se convertían en escarcha. Muchas veces volvíamos a casa al mediodía con algunos sectores de césped aún blancos.
Me acuerdo al menos de una vez que la canilla del patio perdía una gota y durante la noche se había formado una estalactita que bajaba desde la boca de la canilla hasta el piletón.
Los sabañones también eran muy comunes y mis orejas eran su blanco preferido para martirizarme.

Las aulas (los grados, como los llamábamos) tenían apenas una pequeña estufa (no sé si a gas o a querosén). Las manos siempre frías y el "humito" del aliento eran lo habitual.

Las aulas prefabricadas se alineaban a lo largo de una de las medianeras. El resto era el patio que quedaba separado de la vereda por una verja de madera.
Hoy, la escuela tiene todas sus aulas de material y se construyeron más, percisamente donde estaba la verja. No entré nunca más a la escuela, así que no sé bien cómo se distribuyeron los espacios, pero supongo que el patio debe haber quedado muy reducido, porque el terreno no era demasiado amplio.

No sé por qué razón entre nosotros solíamos llamarnos por el apellido (en muchos casos, sigue siendo lo mismo hoy con las nuevas generaciones. Al menos es lo que pude notar muchas veces al escuchar cómo se llaman hoy entre los chicos).
Los compañeros que recuerdo no son muchos: el ya nombrado Oscar "Cacho" Olivera, Jorge Campos (a los dos ya los nombré antes), Aldo Roca (que vivía a la vuelta de la escuela, en la calle Rojas a media cuadra de la av. Sarmiento), María del Carmen Matavacas, y a otras dos chicas, sólo por sus apellidos: Cantalamesa y Mariezcurrena. A Matavacas y Cantalamesa obviamente las recuerdo más que nada por lo singular de sus apellidos que por haber sido demasiado importantes para mí en ese período. Sí lo fue, en cambio, Mariezcurrena... de la que, paradójicamente, no recuerdo su nombre. Cosas de la memoria. O de la desmemoria, quizás.
Mariezcurrena era una linda rubia que vivía sobre la calle Rauch, a unas tres o cuatro cuadras de casa y a la que solíamos visitar cuando nos juntábamos varios fuera de la escuela, para jugar o deambular por el barrio. Algunos íbamos por amistad y otros por otras razones. O por ambas al mismo tiempo...

La maestra de ese tercer grado (qué desastre...!!! Tampoco me acuerdo de su nombre... ni el nombre de ninguna de mis maestras) fue de la que me enamoré, como le sucede a todos o casi todos los chicos. Sé que en alguna parte está la foto que nos tomaron ese año, especialmente la que estoy con ella abrazándome y parados al lado del mástil de la bandera. Seguramente aparecerá en algún momento y la voy a subir.

Noviembre se terminaba y sonó la campana anunciando que había terminado el último día de clases de ese año. Por ese tiempo todavía me alegraba de que empezaran las clases, pero al mes ya me daban ganas de volver. Claro, ya en el secundario la cosa cambiaría...

1 comentario:

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