1958 (I) cada cual inaugurando proyectos

Creo que por ésta época, mamá seguía pintando cuadros para vender. Estoy casi seguro, porque recuerdo que de tanto en tanto ella (o papá, a veces) iba, entre otros lugares, a una zona que para mi formaba parte de otra galaxia: Chacarita (si es que a esas alturas de mi todavía extremadamente corta experiencia de vida, tenía alguna ínfima noción de la existencia de algo más por fuera del jardín de mi casa y la vereda).
No sé si era un negocio mayorista o minorista, lo que sí sé es que el viaje era (por lo que sabía o inutía) bastante largo.

Tal vez ese 1958 haya sido el inicio en el negocio de los tarros de cocina. Eran de lata (o latón, creo que se les llama ahora) y de varios tamaños. También de diferentes formas, según el uso al que estuvieran destinados. Había para guardar el pan, la harina, los fideos, el azúcar, la yerba y demás. También estaban las paneras, que eran más anchos que altos y tenían una compuertita curvada y que abría por la parte superior para poner o sacar el pan.
A papá le tocaba la parte de darle la pintura de base sobre la que, despuès, mamá le pintaba puntillosamente diferentes ramos o conjuntos de flores coloridas. Papá siempre tomó los trabajos (en esto de los tarros y en otras cosas que hicieron/hicimos en casa) que necesitaban hacerse con el "overall", es decir, aquellos que requerían un trabajo más mecánico y repetitivo. No porque no tuviera sus habilidades, sino porque (creo yo) prefería dejarle el protagonismo principal a mamá en estas cuestiones.
Primero se llevaba todos los tarros "vírgenes" hasta el fondo (lógicamente, tenía que acompañar el buen tiempo) y los apilaba según el órden en que los iba a ir pintando. Usaba un soplete que provocaba una nube de pintura a su alrededor, lo que le daba por momentos un aspecto fantasmagórico ante mis ojos tan nuevos. Se colocaba ropa ya descartada para el uso diario, una máscara para no aspirar la pintura y algo en la cabeza, que creo que era algo así como un birrete.
No nos dejaba acercar mucho para que no aspiráramos la suspensión y tampoco nos ensuciáramos. A medida que iba terminando las diferentes tandas de tarros, los llevaba a algún lugar donde se pudieran secar sin que se les pegara polvillo. A veces, si había viento, los llevaba al garage de la casa que era donde estaba montado el taller de pintura de mamá, porque todavía (y por unos cuantos años más) no tendríamos ningún auto para guardar allí.

Ya secos, todos esas pilas de tarros pasaban a las manos de mamá. (creo que por esos tiempos todavía trabajaba ella sola. Despuès vinieron un par de chicas que la ayudaban. Me acuerdo de Susana, que fue la que estuvo más tiempo. De la otra, de cabello más bien rubio... o castaño muy claro, no me acuerdo el nombre).
Tenía una gran habilidad para componer los arreglos florales, con mucho colorido y gracia. Terminaba su trabajo escribiéndole con el mismo pincel el rubro al que estaba destinado ese tarro. Como dije: pan, harina, azúcar, etc.

1 comentario:

Elisabet Cincotta dijo...

Qué lindo poder leer aquello que la memoria atrapa.
Estas historias reales somos cada uno de nosotros.
Me gusto leerte. Además ya veo desde donde viene lo artístico de ambos hermanos.
Abrazos
Elisabet